Durante muchos años, las pruebas que realizaban las empresas automovilísticas para comprobar la eficacia de los airbags se hacían con maniquíes con fisonomía masculina. El resultado era que cuando había un accidente violento, la activación de los airbags producía daños más severos en las conductoras que en los conductores puesto que habían sido diseñados sobre la base de las características de un cuerpo masculino y no de uno femenino, que generalmente tiene menor altura. Lo mismo ha ocurrido con el proceso de elaboración de muchos medicamentos, o con los infartos de corazón, cuyos diagnósticos y posteriores tratamientos se diseñaron sobre presupuestos masculinos. Este olvido e invisibilidad de las mujeres, inconsciente o deliberada, ha sido real y permanente en el tiempo, en todos los ámbitos y en la mayoría de los contextos sociales.
Este escenario se ha producido con más intensidad aún en el deporte, generando sesgos de género que han supuesto que la participación femenina haya estado estructuralmente minusvalorada. La mayor parte de las modalidades deportivas se crearon sobre la base de habilidades y talentos físicos competitivos en los que destacaban los hombres sobre las mujeres: potencia, resistencia o velocidad, entre otros. Inevitablemente, las mujeres iban a estar en inferioridad de condiciones respecto a los hombres en los principales deportes: fútbol, baloncesto, voleibol, rugby, atletismo… Por ello, las deportistas siguen estando sistemática e históricamente discriminadas, padeciendo menor atención de los aficionados, medios de comunicación, o recibiendo sueldos y premios muy inferiores a los masculinos. Y a un nivel menos conocido pero no menos doloroso, a la hora de compartir instalaciones deportivas han sido relegadas a tener que entrenar a altas horas de la noche o en las peores pistas o campos de fútbol.
Esta situación se mimetizó en el ámbito de la gestión deportiva, donde los datos muestran la infrarrepresentación femenina en los órganos de gobierno de las federaciones y clubes deportivos. Así, por ejemplo, en un reciente informe de la Asociación del Deporte Español (ADESP) se señala que solo un 3% de las mujeres ocupan el cargo de presidentas federativas, un 35% forma parte de las juntas directivas, un 28% de los diversos comités federativos y un 32% ocupan la secretaría general. Y en lo que respecta a labores arbitrales y de entrenamiento, solo un 24% de mujeres son árbitras y un 25% son entrenadoras.
Carencia de cuotas y cotas de poder
Esta realidad permite entender –no justificar– algunos de los comportamientos de Luis Rubiales —que dimitió la noche de este domingo como presidente de la Federación Española de Fútbol dos semanas y media después de asegurar que no se iría— como también sus posteriores reacciones despreciando a quienes criticaban su abuso de autoridad al dar un beso no consentido a Jenni Hermoso. Lo mismo podría decirse de los aplausos generalizados de los integrantes de la Asamblea General de la Real Federación Española de Fútbol al discurso del presidente en el que atacaba al feminismo. Hay que recordar que en esa Asamblea únicamente había seis mujeres y que en las diversas comisiones que conforman la RFEF no es solo que haya pocas mujeres, sino que apenas tienen voz y mucho menos, voto.
Para poner otros ejemplos, en la Federación Catalana de Fútbol, hasta hace poco solo había una mujer entre 31 miembros de la Junta Directiva (en la actualidad, cuatro). Por lo tanto, no solo hay carencia de cuotas, sino también de cotas de poder. Si no hay mujeres en los puestos de mando, lo más lógico es que los hombres tiendan a ver su esporádica presencia como algo anómalo que perturba sus lógicas masculinas. Y es que si se piensa y se vive en un ambiente con estereotipos machistas, se es más proclive a reproducir comportamientos machistas.
Concepción obsoleta de la masculinidad
Precisamente son estos comportamientos los que se pretenden combatir con las medidas de perspectiva de género, en tanto que se dirigen al análisis de los distintos contextos desde la óptica de roles sociales adoptados por los individuos participantes, para así revelar la estructural discriminación de las mujeres. Desde hace ya décadas, organizaciones internacionales impulsan cursos formativos para que esa perspectiva se aplique en empresas y organizaciones públicas y privadas para revertir las discriminaciones, los estereotipos y prácticas machistas aunque sea en el nivel micro.
La cuestión no es solo si las federaciones deportivas los llevan a cabo –¿lo hacen?–, sino que es preciso cuestionarse a quién se dirigen y a quiénes se obliga a asistir y cómo medir el éxito de sus propuestas. Pues me temo que ocurra algo similar que con los cursos que las federaciones imparten sobre los riesgos de los amaños de partidos, los cuales se imparten únicamente a los jugadores, como si en la infracción no participaran los directivos que compran su voluntad.
¿Estarán los Rubiales del fútbol español dispuestos a asistir a este tipo de cursos y, eventualmente, cambiar su visión acerca del papel de las mujeres en el deporte? ¿Se atreverán los poderes públicos, en especial el CSD, a imponerlos seriamente? Porque probablemente sea la forma de reorientarlos hacia los esquemas sociales y morales que se requieren en el deporte moderno, salvo que pretendan quedar orillados en una concepción obsoleta del deporte y de la masculinidad.
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